A cinco cuadras de la estación de
tren queda mi casa. Monoambiente, luminoso, monoambiente. Conmigo viven las
facturas de los servicios que se empecinan en que las levante del suelo, junto
a la ropa sucia y el polvillo que entra por la ventana. A pesar de que la luz
sea lo que más abunda, no suele ser un ambiente fresco, saludable. Cinco
cuadras. Siempre las mismas veredas, las mismas persianas bajas y altas.
Mientras esperaba que el semáforo me dé luz verde para avanzar, se cruzó
delante de mí una mujer. Una chica. A medida que pasa el tiempo presto atención
a detalles que antes los pasaba por alto. 7.15 am los jumpers copan la parada y
se adueñan de las miradas. Comencé a imaginarla en mi monoambiente, en mi camacocinaliving.
Como esos lentes diminutos quedarían sobre mi mesa, como caería sobre el
parqué la carpeta número 5, como desataría los cordones de zapatos ya
gastados, como quitaría el mismo uniforme usado el año anterior, como la vincha
quedaría durmiendo entre mi almohada y ella, como su cuerpo frágil se taparía
pudoroso con las sabanas, como las medias quedarían a media asta, como sus
dedos avanzarían hasta el encuentro con los míos, como sus muslos temblarían
ante el recorrido de mi lengua por su cuello, como los gemidos se
multiplicarían en el recinto, como su pelo se despeinaría, como sus ojos
mirarían asombrado mi sexo, como su boca confesaría la travesura a las
compañeras de grado y como perdí el tren delante de mi nariz, el mismo tren de
todos los días.
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