La oferta es abundante, no así el
buen gusto. Puedo sentarme frente a un grupo de abogados con la panza llena de
expedientes, compartir la mesa con yupis de outlet que cuidan más al celular
que a su madre, comer algo con secretarias que huelen a perfume de oferta, juntar los codos en la barra con albañiles o almorzar
en la vereda como el coctel étnico que mira asombrado las luces y los vidrios
espejados. Nada de eso. Me acomodo bajo el sol que cubre el pasto de la plaza. Una
vez acostado cierro los ojos, dejo por un momento los miedos que te impone la
ciudad. Pienso, aunque no lo quiera hacer. Los resultados últimamente no son
favorables. Lejos estoy del sueño que tenia de chico, de las proyecciones de
adolescente y de las certezas veinteañeras. Nada hay en mí de lo que quise ser.
Un papel de color con forma de origami, levitando sobre el cemento, alcanzando
el primer roció del invierno para bañarse sin que nadie me vea. La nota que entra
por el oído y avanza hasta clavarse como lanza en el pecho, rebotando
infinitamente haciendo flotar el cuerpo. La risa que se forma en tu boca al
verme llegar. Nunca tan lejos como ahora. Pienso en singular. Las amistades las
perdí hace unos años atrás cuando el egoísmo empezó a dar sus primeros pasos. La
soberbia también hizo lo suyo. El olor a marihuana que viene del picnic
improvisado de oficinistas a metros mío me despierta. Como última imagen me
quedo observando una joven pareja dándole a la bolsa. Inhalo, exhalo, inhalo,
exhalo y vuelo a trabajar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario