lunes, 18 de marzo de 2013

f. Matar al mimo


Volver a casa después del trabajo no siempre suele ser placentero. Formo parte del malón que es bebido por las bocas del subte. Como una bocanada, somos abducidos por el bólido metálico con destino incierto. Una vez dentro se brinda la lucha cuerpo a cuerpo, ni si quiera por el asiento, sino por la mera fortuna de entrar. Nada termina ahí, sino que es la antesala de lo que viene. Manadas que bajan y entran en cada estación, la puja entre los que salen y los que anhelan ingresar. Reflexiono sobre la dicotomía que suele presentarse en el barrio chino. Barrio que de por si me genera un rechazo inusitado. No hablo desde una xenofobia oculta, reprimida, sino por el plus, lo in, lo cool, el town que la gente le endosa. Chinos dueños de negocios donde trabajan peruanos que deben sonreír, ante la pedantería argentina. Barrio donde uno tiene que esquivar desde un escupitajo nipón, un vomito inca, hasta la caca pocket de los perros de edificio. Todo en una misma cuadra, o peor aún, en una misma baldosa. Bajo los techos de luz de tubo blanca, ocultándose de los últimos rayos y del agua de la luna, se asoman los cartones y colchones flacos que forman parte del paisaje mundano. Ahí están ellos. Más de una vez en las noches que me habitan los fantasmas, he descargado mi frustración contra sus cuerpos de hueso y trapo, fueron varias las veces que los golpee, los bese y dormí con ellos. Y así como soy parte del malón que regresa a su hogar, también pertenezco a la horda maloliente que copa las veredas. Siempre obedecen a quien les da de comer. No existe en ellos el rencor, después de una golpiza, los puedo abrazar con la misma intensidad. Aunque repetidas veces los escuche reírse a mis espaldas, burlarse de mi destino. 

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