El silencio de la casa y su
oscuridad generan en mí una incomodidad repentina que aplaco con el volumen
alto de la televisión y el encendido de mi pobre stock de luces. Nada en la
heladera para cenar. Al café le estoy comenzando a endosar más virtudes
alimenticias que a la soja. Tampoco nada para hacer. Hay un dejo por retomar
aquel libro de tapa roja que esta entre tantos papeles huérfanos en la repisa. Mejor
otro día, hoy cuesta concentrarme. Prendo la computadora en busca de poner un
poco el cerebro en remojo. Siempre las mismas páginas, canciones, los
reiterados laberintos para dar con ese video buscado, las repetidas
conversaciones y los esperanzadores refresh. Infinitas horas tildado frente al
monitor. Debajo de la ducha limpio mi cuerpo y dejo que la lluvia caiga sobre
la nuca. Me quedo en esa posición varios minutos. Repito la misma escena pero
ahora la que recibe esa catarata artificial es mi cara. Retumba adentro. Mi
cuerpo de cinc llegada la noche se torna permeable. Apago todo lo prendido en
el monoambiente. Otra vez el silencio y la oscuridad. Ya no hay televisor ni
luz que encender, la incomodidad se agranda a medida que pasan los minutos.
Arrojo miradas para cada rincón del departamento, nada queda sin ser observado.
Me cubro la cabeza con el acolchado y cierro los ojos. Nado en el líquido amniótico dentro de la
panza de mi mama, buceo entre las sabanas y almohadas, me zambullo, respiro y
vuelvo a nadar atado. Desearía volver. Nadie duerme en la ciudad.
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