Sus ratos libres los gastaba en
el ejercicio de la lectura. No solo se alimentaba de telenovelas, sino que además consumía
libros. Los devoraba. Más de una vez la encontré
sentada en el sillón con las piernas en cruz escribiendo en un cuaderno. Escribía
rápido, con la mirada fija en la hoja cuadriculada. Apretaba fuerte la birome,
como si tuviese miedo de que se escapara y perdiera lo que debía escribir. Pasaba
las carillas, no frenaba. No era mi mama la que estaba en el sillón. Nunca pude
leer lo que escondía en esas hojas. Se encargaba de guardar la libreta en
profundos estantes, junto a tantos secretos que deben reposar olvidados en los
finales de los muebles. Tampoco notó que la observe, jamás se lo dije, no
quería quitarle el único momento de intimidad que tenía. Me gustaba verla en
esa situación: ella, su cuaderno y el sillón. Me hubiese gustado eternizar ese
momento, hacerlo pintura. Ella se perdía, escribía y se volvía a perder de
nuevo. No levantaba la mirada, la fundía con las líneas del papel. La tinta se
deslizaba formando frase que ella disfrutaba con una sutil sonrisa. Era tantas
y una sola a la vez. Virgen de sal. Los fines de semana con mi papa en el
departamento el accionar de ella cambiaba drásticamente. Nada de sillón, menos
de sonrisas. Ella trocaba su cuaderno por la revista de sopa de letras. Armaba
las palabras que su boca no se animaba a vomitar. 4 letras, vertical.
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