A los juguetes siempre debía ordenarlos
en sus correspondientes cajas rotuladas y de diferentes colores. No salían de
casa, no descubrieron el cielo. Nunca entró mi papa a la habitación. Del bingo
al baño y a su dormitorio. No conocía mi hábitat, no le importaba el mundo que
podía construir con dos muñecos y una soga. Siempre la televisión o su ausencia
acaparaban la escena. Mientras tanto mi mama hacia lo imposible por no quedar
mal en sus quehaceres domésticos. Innovaba con recetas modernas, probaba alguna
recomendación culinaria que le había comentado una vecina. Arriba del mantel servía
sus intentos y frustraciones. Siempre a la espera de una devolución que nunca
llegaba. Cenas en silencio. La comida costaba tragarla, raspaba la garganta
cada bocado. De ahí deriva mi manía por masticar decena de veces lo que como.
Líquidos entran los alimentos que consumo. Nunca los vi besarse delante mío,
nunca se refirió a mi mama de manera afectuosa, siempre se dirigía a ella por
su nombre, un enfático y seco Emilia. Cambiaba un poco su actitud cuando había
algún tipo de evento familiar. Ahí él se soltaba y dejaba que su brazo le
rodeara la cintura a ella. Hasta recuerdo que más de una vez en esas reuniones,
tenía el tic de acariciarme la cabeza, recorrer su geografía. Se lo notaba
animado y no era pose. Algo que nunca supe que, activaba un mecanismo poca
habitual en su accionar. Eran breves esos momentos. Cortos. Con que poco nos
conformábamos mi mama y yo. El roce de su mano sobre mi pelo, quería que durara
horas esa caricia. Nunca entendió lo que me hacía falta. Soy la esquirla de la
bomba del pasado.
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