La cara B era mi tío Octavio, el
hermano de mi papa. Fue él quien me enseño algunas de las cosas que nunca se
olvidan: Atarme los cordones, andar en bicicleta, tomar agua de la manguera y a
hacer pis sin bajarme los pantalones. Teníamos una relación fluida. Era una
fiesta cada vez que nos visitaba, me podía quedar despierto escuchándolo contar
historias hasta dormirme sobre el mantel. Su voz se metía en mis sueños de
sobremesa. Tenía dos trabajos que estaban ligados de alguna u otra manera. De
viernes a domingos era banderillero de turismo Carretera. Trabajo del que
adquirió dos cosas: primero una destreza y fuerza en su brazo izquierdo, que yo
aprovechaba cuando me colgaba como un orangután drogado, y segundo, de tanto
asado y juntada, un dominio para la oratoria que dejaba deslumbrado hasta al más
incrédulo de los mortales. Mantenía en vilo a cualquiera con historia de autos,
accidentes y viajes por el país. Su otra ocupación era la de ser taxista, de martes
a jueves. Quería seguir cerca de los motores, mecánicos, parrillas al paso y semáforos. Los lunes se
los reservaba para sacarme a pasear. Con el permiso de mi papa, me llevaba en
el taxi a recorrer la ciudad. Me dejaba viajar en el asiento de adelante. Los
taxis siempre tienen impecable la butaca del acompañante. Contento estaba mientras
duraba el viaje, me mostraba las avenidas, los recovecos, los atajos, las
vivezas y terminábamos en su estación de servicio preferida. Después de saludar
al encargado, de piropear y sonreírle a la chica que atendía el minimercado, de
esquivar estanterías con aceites y lubricantes, me compraba una coca y un
paquete de merengadas. Sonrisas, toda la tarde sonrisas. Sigo pensando que mi
mama estaba enamorada de él, o era mi deseo de que fuese él mi papa, y no su
hermano. De souvenir me llevaba un pedacito de estopa de la estación sin que
nadie se diera cuenta. Lo guardaba en el bolsillo para luego dejarlo debajo de
la almohada. Pensaba que así, mi tío Octavio, aparecería en los sueños.
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