Donde el rio alcanza al mar,
donde todo se mezcla y se confunde, donde los colores empiezan a fusionarse y
la fauna abisal cruzan la frontera, ahí mismo me encuentro. Abombado y aturdido
por la profundidad en la que estoy, mi cuerpo flota entre el suelo y la
superficie. Levita. La distancia que tengo para sacar la cabeza fuera del agua
es la misma que hay hasta tocar el suelo barroso. Entre la turbidez llego a ver
algún que otro animal, peces de diferentes tamaños, texturas e intenciones. Mi indecisión
sobre si salir o quedarme sumergido hace que estos se me acerquen. Tímidos posan
su boca sobre mis carnes podridas. Van de a poco, con la minuciosidad de
antiguos relojeros, devorándome, y a su vez lo hacen entre ellos. Comen y son
comidos. Hambrientos exhiben sus mandíbulas, decenas de agujas entran y salen. Por
momentos lo disfruto, una leve excitación recorre por mi espalda erizándome los
pelos bajo el agua. Caen anclas cerca mío alejando el cardumen carnívoro. Al enterrarse
ciento de recuerdos comenzaron a flotar: el primer beso que me dio, la primera
vez que me toco y la única vez que llore, entre otros. Caigo al fondo con lo
que resta de mí cuerpo, vomitando aire que se pierde en las alturas iluminada
por un sol que no veo. No llega a ser una cueva lo que distingo, sino más bien
un refugio. Me acerco, despacio, como suceden las cosas en el fondo del agua. Una
vez más mis muertos, sentados en ronda, uno al lado del otro. Esta vez no
pronunciaron ni una sola palabra, solo me miraron y temblaron de terror, como solía
hacer yo ante cada embestida.
domingo, 24 de marzo de 2013
jueves, 21 de marzo de 2013
g. Matar al mimo
El silencio de la casa y su
oscuridad generan en mí una incomodidad repentina que aplaco con el volumen
alto de la televisión y el encendido de mi pobre stock de luces. Nada en la
heladera para cenar. Al café le estoy comenzando a endosar más virtudes
alimenticias que a la soja. Tampoco nada para hacer. Hay un dejo por retomar
aquel libro de tapa roja que esta entre tantos papeles huérfanos en la repisa. Mejor
otro día, hoy cuesta concentrarme. Prendo la computadora en busca de poner un
poco el cerebro en remojo. Siempre las mismas páginas, canciones, los
reiterados laberintos para dar con ese video buscado, las repetidas
conversaciones y los esperanzadores refresh. Infinitas horas tildado frente al
monitor. Debajo de la ducha limpio mi cuerpo y dejo que la lluvia caiga sobre
la nuca. Me quedo en esa posición varios minutos. Repito la misma escena pero
ahora la que recibe esa catarata artificial es mi cara. Retumba adentro. Mi
cuerpo de cinc llegada la noche se torna permeable. Apago todo lo prendido en
el monoambiente. Otra vez el silencio y la oscuridad. Ya no hay televisor ni
luz que encender, la incomodidad se agranda a medida que pasan los minutos.
Arrojo miradas para cada rincón del departamento, nada queda sin ser observado.
Me cubro la cabeza con el acolchado y cierro los ojos. Nado en el líquido amniótico dentro de la
panza de mi mama, buceo entre las sabanas y almohadas, me zambullo, respiro y
vuelvo a nadar atado. Desearía volver. Nadie duerme en la ciudad.
lunes, 18 de marzo de 2013
f. Matar al mimo
Volver a casa después del trabajo
no siempre suele ser placentero. Formo parte del malón que es bebido por las
bocas del subte. Como una bocanada, somos abducidos por el bólido metálico con
destino incierto. Una vez dentro se brinda la lucha cuerpo a cuerpo, ni si
quiera por el asiento, sino por la mera fortuna de entrar. Nada termina ahí,
sino que es la antesala de lo que viene. Manadas que bajan y entran en cada estación,
la puja entre los que salen y los que anhelan ingresar. Reflexiono sobre la
dicotomía que suele presentarse en el barrio chino. Barrio que de por si me
genera un rechazo inusitado. No hablo desde una xenofobia oculta, reprimida,
sino por el plus, lo in, lo cool, el town que la gente le endosa. Chinos dueños
de negocios donde trabajan peruanos que deben sonreír, ante la pedantería
argentina. Barrio donde uno tiene que esquivar desde un escupitajo nipón, un
vomito inca, hasta la caca pocket de los perros de edificio. Todo en una misma
cuadra, o peor aún, en una misma baldosa. Bajo los techos de luz de tubo blanca,
ocultándose de los últimos rayos y del agua de la luna, se asoman los cartones
y colchones flacos que forman parte del paisaje mundano. Ahí están ellos. Más de
una vez en las noches que me habitan los fantasmas, he descargado mi frustración
contra sus cuerpos de hueso y trapo, fueron varias las veces que los golpee,
los bese y dormí con ellos. Y así como soy parte del malón que regresa a su
hogar, también pertenezco a la horda maloliente que copa las veredas. Siempre obedecen
a quien les da de comer. No existe en ellos el rencor, después de una golpiza,
los puedo abrazar con la misma intensidad. Aunque repetidas veces los escuche reírse
a mis espaldas, burlarse de mi destino.
jueves, 14 de marzo de 2013
e. Matar al mimo
La oferta es abundante, no así el
buen gusto. Puedo sentarme frente a un grupo de abogados con la panza llena de
expedientes, compartir la mesa con yupis de outlet que cuidan más al celular
que a su madre, comer algo con secretarias que huelen a perfume de oferta, juntar los codos en la barra con albañiles o almorzar
en la vereda como el coctel étnico que mira asombrado las luces y los vidrios
espejados. Nada de eso. Me acomodo bajo el sol que cubre el pasto de la plaza. Una
vez acostado cierro los ojos, dejo por un momento los miedos que te impone la
ciudad. Pienso, aunque no lo quiera hacer. Los resultados últimamente no son
favorables. Lejos estoy del sueño que tenia de chico, de las proyecciones de
adolescente y de las certezas veinteañeras. Nada hay en mí de lo que quise ser.
Un papel de color con forma de origami, levitando sobre el cemento, alcanzando
el primer roció del invierno para bañarse sin que nadie me vea. La nota que entra
por el oído y avanza hasta clavarse como lanza en el pecho, rebotando
infinitamente haciendo flotar el cuerpo. La risa que se forma en tu boca al
verme llegar. Nunca tan lejos como ahora. Pienso en singular. Las amistades las
perdí hace unos años atrás cuando el egoísmo empezó a dar sus primeros pasos. La
soberbia también hizo lo suyo. El olor a marihuana que viene del picnic
improvisado de oficinistas a metros mío me despierta. Como última imagen me
quedo observando una joven pareja dándole a la bolsa. Inhalo, exhalo, inhalo,
exhalo y vuelo a trabajar.
martes, 12 de marzo de 2013
d. Matar al mimo
Dentro del ascensor, frente al espejo
me quito las gotas de sudor de la cara y el cuello. Intento bajar las
palpitaciones, respirar profundo, lento, para que no sospechen lo sucedido, que
no haya signos de mi corrida. Un mismo saludo para todos los compañeros de
trabajo. Mi presencia pasa inadvertida. Oraciones unimembres brotan de mi boca.
Cada mañana el mismo deseo de abandonar este empleo, buscar algo mejor, algo
que tenga que ver conmigo. En ese punto se detiene el deseo, se traba, no
encuentra el rumbo y sigo con la rutina laboral. Cantidad de papeles que son
pasados a la computadora para que vuelvan a ser papeles un tiempo después,
siempre el mismo ciclo. Soy el más joven del lugar, observado por mis colegas
que anhelan tener mi edad para levantarse y abandonar estas malditas sillas. Pero
ya son años revolviendo la misma taza de café, completando el claringrilla a
escondidas, cerrando el paquete de galletitas para que no le entre humedad. Llevan
décadas de aguinaldo, vacaciones, de abonos de tren, pomada de zapatos y nudos
de corbata. Anclas. La aguja estaciona en el mismo número cada mediodía.
Algunos almuerzan adentro, yo prefiero hacerlo afuera, mentirme por un rato que
esa no es mi vida.
domingo, 10 de marzo de 2013
c. Matar al mimo
El olor a tortilla cocinándose al
carbón se mezcla con los frenos gastados del tren. Cada viaje es una muestra de
que la asepsia no existe entre las personas. Ni el respeto, ni el espacio para
que este exista. La estación terminal se caracteriza por la cantidad de gente
que hay tanto parada como acostada comiendo, durmiendo y pidiendo. Una vez fuera del vagón inicio el recorrido habitual a pie hasta el trabajo. Pero esta
mañana algo no anda bien, nada transcurre como todos los días. De a poco
comienzo a oír unos sutiles silbidos, algún que otro grito. Como gotas de una
canilla mal cerrada, caen sobre mi cabeza minúsculos escupitajos,
intimidatorios diría. Un golpe en la espalda interrumpe mi pensamiento. Intento
emular a los caballos de turf: avanzo sin importar lo que suceda detrás, pero
se torna imposible, algunos manotazos se vuelven cada vez más bruscos. Sujeto con
fuerza mis pertenencias con la intención de que se hagan carne en mí. Me detengo.
Giro. Cuatro son ellos. Exigen. La gente alrededor pasa como posesa repitiendo
la misma coreografía una y otra vez. No intervienen en la escena. Ante el
primer intento de arrebato, comienzo a correr. Rápido, para adelante voy
corriendo con mi mochila colocada como chaleco antibalas, la abrazo como la
embarazada abraza su panza las noches de arrepentimiento. Por momentos cierros
los ojos y sigo corriendo, siento que con ellos cerrados voy más rápido. Zancadas
largas esquivando personas, carros, automóviles, cantidad de obstáculos se interponen
entre mis fantasmas y la meta. Huyo, como lo hago todos los días. Como lo hago
desde que recuerdo, huyo y escapo. Esta vez del grupo de cuatro, las otras
tantas aun sigo sin encontrar el porqué.
jueves, 7 de marzo de 2013
b. Matar al mimo
A cinco cuadras de la estación de
tren queda mi casa. Monoambiente, luminoso, monoambiente. Conmigo viven las
facturas de los servicios que se empecinan en que las levante del suelo, junto
a la ropa sucia y el polvillo que entra por la ventana. A pesar de que la luz
sea lo que más abunda, no suele ser un ambiente fresco, saludable. Cinco
cuadras. Siempre las mismas veredas, las mismas persianas bajas y altas.
Mientras esperaba que el semáforo me dé luz verde para avanzar, se cruzó
delante de mí una mujer. Una chica. A medida que pasa el tiempo presto atención
a detalles que antes los pasaba por alto. 7.15 am los jumpers copan la parada y
se adueñan de las miradas. Comencé a imaginarla en mi monoambiente, en mi camacocinaliving.
Como esos lentes diminutos quedarían sobre mi mesa, como caería sobre el
parqué la carpeta número 5, como desataría los cordones de zapatos ya
gastados, como quitaría el mismo uniforme usado el año anterior, como la vincha
quedaría durmiendo entre mi almohada y ella, como su cuerpo frágil se taparía
pudoroso con las sabanas, como las medias quedarían a media asta, como sus
dedos avanzarían hasta el encuentro con los míos, como sus muslos temblarían
ante el recorrido de mi lengua por su cuello, como los gemidos se
multiplicarían en el recinto, como su pelo se despeinaría, como sus ojos
mirarían asombrado mi sexo, como su boca confesaría la travesura a las
compañeras de grado y como perdí el tren delante de mi nariz, el mismo tren de
todos los días.
lunes, 4 de marzo de 2013
a. Matar al mimo
Un destello
blanco sucedió dentro de mí acompañado de un sonido ahogado. Blanco y ahogado,
así fue el destello. Por no creer en los cielos descarte la posibilidad de
alguna artimaña de los astros. Le reste importancia hasta entrada la noche.
Cuando me acosté nuevamente el destello blanco y ahogado comenzo dentro de mi cabeza.
Como una bomba que explotaba en el centro del cráneo, cubriendo todo el cerebro
de un humo gris. El hongo nuclear se elevaba lentamente, como la espuma
efervescente del champagne. Quede duro, se me tildaron las ideas, se congelaros
mis ojos. Todo enmudeció alrededor. El humo bajo junto al ruido ensordecedor.
El sol en el medio del cielo iluminaba mi desnudes que reposaba sobre unas
ramas secas que propiciaban de cama. Nadie más estaba ahí, solo se veía la
selva a metros de mis pies callosos. Arrastrando el cuerpo mitad despierto y
mitad dormido, decidí entrar y perderme dentro de la soberbia flora. Después de
varios minutos de caminata me topé con un viejo árbol, un ombú. De él colgaban
cabeza para abajo, todos mis muertos. Me acerqué y llore delante de cada uno de
ellos. Los escupí, los golpeé y los termine besando. Después de varios minutos en silencio, mientras la luna comenzaba
su ritual, todos juntos, al unísono, gritaron: ¡matar al mimo!
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