domingo, 24 de marzo de 2013

h. Matar al mimo


Donde el rio alcanza al mar, donde todo se mezcla y se confunde, donde los colores empiezan a fusionarse y la fauna abisal cruzan la frontera, ahí mismo me encuentro. Abombado y aturdido por la profundidad en la que estoy, mi cuerpo flota entre el suelo y la superficie. Levita. La distancia que tengo para sacar la cabeza fuera del agua es la misma que hay hasta tocar el suelo barroso. Entre la turbidez llego a ver algún que otro animal, peces de diferentes tamaños, texturas e intenciones. Mi indecisión sobre si salir o quedarme sumergido hace que estos se me acerquen. Tímidos posan su boca sobre mis carnes podridas. Van de a poco, con la minuciosidad de antiguos relojeros, devorándome, y a su vez lo hacen entre ellos. Comen y son comidos. Hambrientos exhiben sus mandíbulas, decenas de agujas entran y salen. Por momentos lo disfruto, una leve excitación recorre por mi espalda erizándome los pelos bajo el agua. Caen anclas cerca mío alejando el cardumen carnívoro. Al enterrarse ciento de recuerdos comenzaron a flotar: el primer beso que me dio, la primera vez que me toco y la única vez que llore, entre otros. Caigo al fondo con lo que resta de mí cuerpo, vomitando aire que se pierde en las alturas iluminada por un sol que no veo. No llega a ser una cueva lo que distingo, sino más bien un refugio. Me acerco, despacio, como suceden las cosas en el fondo del agua. Una vez más mis muertos, sentados en ronda, uno al lado del otro. Esta vez no pronunciaron ni una sola palabra, solo me miraron y temblaron de terror, como solía hacer yo ante cada embestida.

jueves, 21 de marzo de 2013

g. Matar al mimo


El silencio de la casa y su oscuridad generan en mí una incomodidad repentina que aplaco con el volumen alto de la televisión y el encendido de mi pobre stock de luces. Nada en la heladera para cenar. Al café le estoy comenzando a endosar más virtudes alimenticias que a la soja. Tampoco nada para hacer. Hay un dejo por retomar aquel libro de tapa roja que esta entre tantos papeles huérfanos en la repisa. Mejor otro día, hoy cuesta concentrarme. Prendo la computadora en busca de poner un poco el cerebro en remojo. Siempre las mismas páginas, canciones, los reiterados laberintos para dar con ese video buscado, las repetidas conversaciones y los esperanzadores refresh. Infinitas horas tildado frente al monitor. Debajo de la ducha limpio mi cuerpo y dejo que la lluvia caiga sobre la nuca. Me quedo en esa posición varios minutos. Repito la misma escena pero ahora la que recibe esa catarata artificial es mi cara. Retumba adentro. Mi cuerpo de cinc llegada la noche se torna permeable. Apago todo lo prendido en el monoambiente. Otra vez el silencio y la oscuridad. Ya no hay televisor ni luz que encender, la incomodidad se agranda a medida que pasan los minutos. Arrojo miradas para cada rincón del departamento, nada queda sin ser observado. Me cubro la cabeza con el acolchado y cierro los ojos.  Nado en el líquido amniótico dentro de la panza de mi mama, buceo entre las sabanas y almohadas, me zambullo, respiro y vuelvo a nadar atado. Desearía volver.  Nadie duerme en la ciudad. 

lunes, 18 de marzo de 2013

f. Matar al mimo


Volver a casa después del trabajo no siempre suele ser placentero. Formo parte del malón que es bebido por las bocas del subte. Como una bocanada, somos abducidos por el bólido metálico con destino incierto. Una vez dentro se brinda la lucha cuerpo a cuerpo, ni si quiera por el asiento, sino por la mera fortuna de entrar. Nada termina ahí, sino que es la antesala de lo que viene. Manadas que bajan y entran en cada estación, la puja entre los que salen y los que anhelan ingresar. Reflexiono sobre la dicotomía que suele presentarse en el barrio chino. Barrio que de por si me genera un rechazo inusitado. No hablo desde una xenofobia oculta, reprimida, sino por el plus, lo in, lo cool, el town que la gente le endosa. Chinos dueños de negocios donde trabajan peruanos que deben sonreír, ante la pedantería argentina. Barrio donde uno tiene que esquivar desde un escupitajo nipón, un vomito inca, hasta la caca pocket de los perros de edificio. Todo en una misma cuadra, o peor aún, en una misma baldosa. Bajo los techos de luz de tubo blanca, ocultándose de los últimos rayos y del agua de la luna, se asoman los cartones y colchones flacos que forman parte del paisaje mundano. Ahí están ellos. Más de una vez en las noches que me habitan los fantasmas, he descargado mi frustración contra sus cuerpos de hueso y trapo, fueron varias las veces que los golpee, los bese y dormí con ellos. Y así como soy parte del malón que regresa a su hogar, también pertenezco a la horda maloliente que copa las veredas. Siempre obedecen a quien les da de comer. No existe en ellos el rencor, después de una golpiza, los puedo abrazar con la misma intensidad. Aunque repetidas veces los escuche reírse a mis espaldas, burlarse de mi destino. 

jueves, 14 de marzo de 2013

e. Matar al mimo


La oferta es abundante, no así el buen gusto. Puedo sentarme frente a un grupo de abogados con la panza llena de expedientes, compartir la mesa con yupis de outlet que cuidan más al celular que a su madre, comer algo con secretarias que huelen a perfume de oferta,  juntar los codos en la barra con albañiles o almorzar en la vereda como el coctel étnico que mira asombrado las luces y los vidrios espejados. Nada de eso. Me acomodo bajo el sol que cubre el pasto de la plaza. Una vez acostado cierro los ojos, dejo por un momento los miedos que te impone la ciudad. Pienso, aunque no lo quiera hacer. Los resultados últimamente no son favorables. Lejos estoy del sueño que tenia de chico, de las proyecciones de adolescente y de las certezas veinteañeras. Nada hay en mí de lo que quise ser. Un papel de color con forma de origami, levitando sobre el cemento, alcanzando el primer roció del invierno para bañarse sin que nadie me vea. La nota que entra por el oído y avanza hasta clavarse como lanza en el pecho, rebotando infinitamente haciendo flotar el cuerpo. La risa que se forma en tu boca al verme llegar. Nunca tan lejos como ahora. Pienso en singular. Las amistades las perdí hace unos años atrás cuando el egoísmo empezó a dar sus primeros pasos. La soberbia también hizo lo suyo. El olor a marihuana que viene del picnic improvisado de oficinistas a metros mío me despierta. Como última imagen me quedo observando una joven pareja dándole a la bolsa. Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo y vuelo a trabajar.

martes, 12 de marzo de 2013

d. Matar al mimo


Dentro del ascensor, frente al espejo me quito las gotas de sudor de la cara y el cuello. Intento bajar las palpitaciones, respirar profundo, lento, para que no sospechen lo sucedido, que no haya signos de mi corrida. Un mismo saludo para todos los compañeros de trabajo. Mi presencia pasa inadvertida. Oraciones unimembres brotan de mi boca. Cada mañana el mismo deseo de abandonar este empleo, buscar algo mejor, algo que tenga que ver conmigo. En ese punto se detiene el deseo, se traba, no encuentra el rumbo y sigo con la rutina laboral. Cantidad de papeles que son pasados a la computadora para que vuelvan a ser papeles un tiempo después, siempre el mismo ciclo. Soy el más joven del lugar, observado por mis colegas que anhelan tener mi edad para levantarse y abandonar estas malditas sillas. Pero ya son años revolviendo la misma taza de café, completando el claringrilla a escondidas, cerrando el paquete de galletitas para que no le entre humedad. Llevan décadas de aguinaldo, vacaciones, de abonos de tren, pomada de zapatos y nudos de corbata. Anclas. La aguja estaciona en el mismo número cada mediodía. Algunos almuerzan adentro, yo prefiero hacerlo afuera, mentirme por un rato que esa no es mi vida.

domingo, 10 de marzo de 2013

c. Matar al mimo


El olor a tortilla cocinándose al carbón se mezcla con los frenos gastados del tren. Cada viaje es una muestra de que la asepsia no existe entre las personas. Ni el respeto, ni el espacio para que este exista. La estación terminal se caracteriza por la cantidad de gente que hay tanto parada como acostada comiendo, durmiendo y pidiendo. Una vez fuera del vagón inicio el recorrido habitual a pie hasta el trabajo. Pero esta mañana algo no anda bien, nada transcurre como todos los días. De a poco comienzo a oír unos sutiles silbidos, algún que otro grito. Como gotas de una canilla mal cerrada, caen sobre mi cabeza minúsculos escupitajos, intimidatorios diría. Un golpe en la espalda interrumpe mi pensamiento. Intento emular a los caballos de turf: avanzo sin importar lo que suceda detrás, pero se torna imposible, algunos manotazos se vuelven cada vez más bruscos. Sujeto con fuerza mis pertenencias con la intención de que se hagan carne en mí. Me detengo. Giro. Cuatro son ellos. Exigen. La gente alrededor pasa como posesa repitiendo la misma coreografía una y otra vez. No intervienen en la escena. Ante el primer intento de arrebato, comienzo a correr. Rápido, para adelante voy corriendo con mi mochila colocada como chaleco antibalas, la abrazo como la embarazada abraza su panza las noches de arrepentimiento. Por momentos cierros los ojos y sigo corriendo, siento que con ellos cerrados voy más rápido. Zancadas largas esquivando personas, carros, automóviles, cantidad de obstáculos se interponen entre mis fantasmas y la meta. Huyo, como lo hago todos los días. Como lo hago desde que recuerdo, huyo y escapo. Esta vez del grupo de cuatro, las otras tantas aun sigo sin encontrar el porqué.

jueves, 7 de marzo de 2013

b. Matar al mimo


A cinco cuadras de la estación de tren queda mi casa. Monoambiente, luminoso, monoambiente. Conmigo viven las facturas de los servicios que se empecinan en que las levante del suelo, junto a la ropa sucia y el polvillo que entra por la ventana. A pesar de que la luz sea lo que más abunda, no suele ser un ambiente fresco, saludable. Cinco cuadras. Siempre las mismas veredas, las mismas persianas bajas y altas. Mientras esperaba que el semáforo me dé luz verde para avanzar, se cruzó delante de mí una mujer. Una chica. A medida que pasa el tiempo presto atención a detalles que antes los pasaba por alto. 7.15 am los jumpers copan la parada y se adueñan de las miradas. Comencé a imaginarla en mi monoambiente, en mi camacocinaliving. Como esos lentes diminutos quedarían sobre mi mesa, como caería sobre el parqué la carpeta número 5, como desataría los cordones de zapatos ya gastados, como quitaría el mismo uniforme usado el año anterior, como la vincha quedaría durmiendo entre mi almohada y ella, como su cuerpo frágil se taparía pudoroso con las sabanas, como las medias quedarían a media asta, como sus dedos avanzarían hasta el encuentro con los míos, como sus muslos temblarían ante el recorrido de mi lengua por su cuello, como los gemidos se multiplicarían en el recinto, como su pelo se despeinaría, como sus ojos mirarían asombrado mi sexo, como su boca confesaría la travesura a las compañeras de grado y como perdí el tren delante de mi nariz, el mismo tren de todos los días.

lunes, 4 de marzo de 2013

a. Matar al mimo


Un destello blanco sucedió dentro de mí acompañado de un sonido ahogado. Blanco y ahogado, así fue el destello. Por no creer en los cielos descarte la posibilidad de alguna artimaña de los astros. Le reste importancia hasta entrada la noche. Cuando me acosté nuevamente el destello blanco y ahogado comenzo dentro de mi cabeza. Como una bomba que explotaba en el centro del cráneo, cubriendo todo el cerebro de un humo gris. El hongo nuclear se elevaba lentamente, como la espuma efervescente del champagne. Quede duro, se me tildaron las ideas, se congelaros mis ojos. Todo enmudeció alrededor. El humo bajo junto al ruido ensordecedor. El sol en el medio del cielo iluminaba mi desnudes que reposaba sobre unas ramas secas que propiciaban de cama. Nadie más estaba ahí, solo se veía la selva a metros de mis pies callosos. Arrastrando el cuerpo mitad despierto y mitad dormido, decidí entrar y perderme dentro de la soberbia flora. Después de varios minutos de caminata me topé con un viejo árbol, un ombú. De él colgaban cabeza para abajo, todos mis muertos. Me acerqué y llore delante de cada uno de ellos. Los escupí, los golpeé y los termine besando. Después de varios  minutos en silencio, mientras la luna comenzaba su ritual, todos juntos, al unísono, gritaron: ¡matar al mimo!