Sentados en la terraza con los pies colgando nos miramos. La lluvia
que cayó hace unas horas despejó el cielo dando paso a la luna que está
colgada en el centro, arriba nuestro.
— ¿Alguna vez pensaste que pasaría si te morís?
— Nunca pensé en morirme.
— Imaginatelo un segundo
— Nada, todo andaría igual, hasta vos seguirías haciendo las mismas
cosas de siempre. Todos somos prescindibles por suerte.
— Te equivocas, nada sería igual. A veces lo imagino y me pongo a
llorar.
— ¿Me imaginas muerto? Qué lindo, gracias.
— Que tonto, bueno no sé si muerto, más que nada la sensación de que
no estés más y me angustio, me da miedo.
—Nunca lo pensé.
—También me asustan las promesas, no entiendo para que existen.
—Supongo que para cumplirlas.
—Lo que no llego a comprender es porque las hacemos.
— ¿Por miedo?
— Me gusta que estemos acá.
— ¿Viste el cielo?
— Se despejo todo, está iluminado, ¿y si
ponemos pausa?
— No es mala idea, me gusta.
— A mi mucho. Dame la mano. No me sueltes, ¿me lo prometes?
Son pétalos los que mordemos cada vez que nos besamos. Somos un mismo
rio, la draga que busca en la profundidad. Pétalos rosas, blancos, amarillos
florecen entre sus labios. Cuatro ojos fundidos en la unidad del beso. Sandra
me pide que no la suelte. Yo sigo sin creer en las promesas.