Cuando descubrí que tenía los bolsillos llenos de pasado, en ese
momento apareció Sandra. Para ese entonces acumulaba más derrotas amorosas que
victorias. No pensaba que iba a ser parte de su futuro, que íbamos a compartir juntos
los días como lo seguimos haciendo. Hay una fibra invisible que nos une, un
lazo imperceptible para el afuera que nos mantiene vivos. La primera vez que la
vi, ella andaba gastando la suela de sus zapatos en la plaza que queda a cinco
cuadras de mi trabajo. Caminaba a paso lento, con una dulzura inusitada pisaba
las baldosas del parque. Su mirada se perdía en las ramas que se fusionan con
las nubes y el cielo, yo me quedaba tildado observando su mirar. La ropa
holgada que vestía me invitaba a imaginar su cuerpo. Pequeños pechos moviéndose
al compás de su andar. Uvas carnosas. La suavidad de la manzana hecha carne,
blanca y fina su piel. Jugo de naranja su boca. Siempre el mismo vestido azul,
juntos al pañuelo cubriendo el cuello y el mismo espectador sentado sobre el
pasto. Llevaba colgando un morral verde donde colocaba las plumas que juntaba
del suelo. Un atardecer, con una excusa absurda, me fui antes del trabajo. Corrí
hasta la plaza para poder verla. Antes de llegar iba tomando coraje, me convencía
de que la miraría a los ojos y sin más, le daría un beso que la haría temblar. Tembló
mi boca cuando le quise hablar. Hablo Sandra por mí. Mi voz fue silencio frente
a ella. Ella rio. Reí. Reímos juntos. Juntamos las plumas que aún quedaban.
Quedamos tendidos en el pasto de la plaza entre uvas, manzanas y plumas.
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