domingo, 12 de mayo de 2013

l.Matar al mimo


—Había nutrias gigantes que destruían toda la ciudad, invadían las avenidas, las plazas, talaban monumentos con sus dientes, brotaban de la boca de los subtes. Decenas, ciento de nutrias corrían desesperadas por las calles. Las personas gritaban de miedo, algunas saltaban de los edificios, se suicidaban, mataban a sus hijos ante el avance roedor.
— ¿Para tanto?
—Te lo juro. Yo estaba en la esquina de la que parecía ser mi casa y veía como delante de mí se levantaba una polvareda monumental. Una horda, una manada de animales se acercaban, nada parecía detenerlos. Me quede dura, no avance, no corrí, no hice nada. Firme me quede esperando la embestida. La nutria alfa, la más grande de todas, con unos dientes y garras respetables se me acerco. Freno el paso, jadeando, sudando. El grupo que la acompañaba detuvo la marcha, quedo relegado, expectante. La nutria se inclinó ante mis pies, agacho su cabeza, extendió sus patas y quedo a mi merced. Atine a tocarla, tímidamente coloque mi mano sobre su pelaje. Le rasque el hocico. Y ahí nomás me desperté.
¿Siempre el mismo sueño?
No siempre, pero lo estoy teniendo bastante seguido.
— ¿Así que una nutria gigante se inclina delante tuyo después de romper toda la ciudad?
—Eso mismo, como si yo fuese un ser superior, no sé, como su amo.
—Vos sos una reina, vení, dame un beso.
—No salí, me estas cargando.
—Te juro que no, a mí también me paso de haber soñado cosas sin sentido. Acercate, dale, dame un beso.
—Basta, no quiero.
En su negativa siempre hay un dejo de aprobación. La beso, la embisto. Ella me recibe sin poner ninguna resistencia. Se deja, se entrega. Beso sus labios, enredo mis dedos en su pelo, ato mis manos a su cuello. Nuevamente los pétalos brotando de su boca. Muerdo su pera, despacio, suave, de la misma manera que baja mi lengua por su cuello tratando de absorber el primer sudor producto de la excitación. Nos dejamos caer arriba de la cama. Balbucea, le respondo, balbuceo, un nuevo idioma nos abduce. Nuestras extremidades se transforman en antenas. Nos abrazamos y enroscamos entre sabanas que huelen a carne cruda. Somos nutrias, somos caballo y jinete en plena doma, de horizontal a vertical. Rendidos mirando el cielorraso no quedamos un rato, pocos minutos, hasta que la realidad revela nuestra desnudes y deja al descubierto la vergüenza. 

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