domingo, 26 de mayo de 2013

n. Matar al mimo


Sandra no pregunta porque nos fuimos. Tampoco habla. Como si supiera el motivo o simplemente no le importara. Caminamos apurados, sin agarrarnos la mano. Lo que queda de la tarde la pasamos en silencio. En cada esquina mientras esperamos que el semáforo nos de paso miramos el cielo que de a poco se va oscureciendo. Desearía que Sandra desaparezca. Sé que si se va no la extrañaría. Poco queda en mí de lo que sentía por ella. No la necesito al lado mio. Hay dos motivos por los que no decido terminar: uno es la falta de voluntad, el otro el miedo. Amamos por miedo y este es el sentimiento que hoy me invade. Sandra es mi rehén. Subimos al departamento mientras nos vamos sacando el abrigo. Una vez dentro la agarro de la cara. Sandra despertate y ándate, déjame, grítame lo basura que soy, abrí los ojos, desnudame en pleno invierno, mostrame mis sueños, anda a buscar los tuyos lejos de acá, no me toques, callame, pégame, ignorame. ¿No te das cuentas que soy tu lastre? No te vayas Sandra, por favor despertame. Mientras pienso mi lengua nada como un pez herido por su paladar, nos sacamos lo que resta de ropa a las apuradas. Somos dos torpes desvistiéndonos. Me empuja a la cama con vehemencia. Me tira del pelo, me muerde, me araña. Todos sus movimientos están cargados de bronca. No es la Sandra que juntaba plumas en la plaza, ni la que le lee versos de Juanele a su abuela Carmen. Esta bañada de excitación y dolor. Me escupe la boca, me pasa su saliva por el cuello, por mi pecho. Luchamos por subirnos uno arriba del otro, por el mero placer del control. Me insulta, me coge, me ata. Sandra me ama mientras yo muero de miedo.

domingo, 19 de mayo de 2013

m. Matar al mimo


Poco para hacer el domingo. Amanecemos, desayunamos lo que queda en la heladera y volvemos a la cama para hacer la digestión. Boca arriba miramos el trabajo silencioso de la humedad que cubre todo el techo. Sandra comienza con las ofertas dominicales:
— ¿Queres que vayamos a visitar a tu mama?
—No, no tengo ganas hoy.
— ¿Hace cuánto que no vas?
—No me acuerdo, una, dos semanas.
— ¿Pero la llamas para saber cómo está?
—Sí, hace unos días hable. Estaba todo bien. Pero prefiero no sé, hacer otra cosa.
No hablo con ella desde hace más de dos semanas, no sé nada de su vida. Ella tampoco sabe de la mía ni me llama. Nuestro dialogo esta moribundo y nada hacemos por revivirlo.
— ¿Y al cine?
—Ni idea que películas hay.
—Entonces a la plaza, comemos algo ahí y listo.
—Bueno.
Uno de los pocos placeres que me suelo dar a principio de mes es el viajar en taxi. Bajamos, lo paro y nos subimos. Le indico nuestro destino: la plaza que queda pegada al cementerio, cerca de la avenida. Sandra mira por la ventana y se divierte hablando con el chofer. Mis ojos se turnan entre el taxímetro  y la ficha con los datos personales del conductor que cuelga detrás de su asiento. La leo, miro la foto, el espejo retrovisor y vuelvo a los datos para regresar otra vez al taxímetro. Como los carteles en las jaulas de los zoológicos que hacen una breve descripción del animal en cautiverio, esta ficha ofrece su nombre, DNI , datos del auto y una foto carnet. ¿Qué somos sino más que animales?. Detrás del bigote oculta los dientes manchados de nicotina, igual que mi tío Octavio. Llegamos, como antesala de la plaza, Sandra me obliga a acompañarla por la feria. A desgano y tropezándome con la gente hicimos el recorrido de principio a fin, viendo todo, comprando nada. Nos sentamos en el pasto. Con unos sanguches que compramos al vendedor de cara más confiable y unas gaseosas, armamos un improvisado pic nic. Otra vez la digestión en posición horizontal. No hay techo, pero si un cielo soberbio, celeste. Sandra duerme. Me gusta, brilla inocente. Yo no puedo dormir, escucho todo alrededor, gritos, cantos, llantos. Me levanto para acomodarme y los veo. Ahí están ellos, llenándose de sol, acumulando el calor para pasar la noche en la calle. Reptiles. Se arrastran por el pasto, por las veredas, sucios como siempre, con sus trapos y bolsas. Me reconocen, los dejo de mirar, murmuran atrás mio. Uno se ríe y suelta al aire: —Hace mucho que no venís pibe. La despierto a Sandra y nos vamos. No entiende porque la apuro. No sabe de mis episodios, de las noches de fantasmas. Nunca dejaremos de serlo.

domingo, 12 de mayo de 2013

l.Matar al mimo


—Había nutrias gigantes que destruían toda la ciudad, invadían las avenidas, las plazas, talaban monumentos con sus dientes, brotaban de la boca de los subtes. Decenas, ciento de nutrias corrían desesperadas por las calles. Las personas gritaban de miedo, algunas saltaban de los edificios, se suicidaban, mataban a sus hijos ante el avance roedor.
— ¿Para tanto?
—Te lo juro. Yo estaba en la esquina de la que parecía ser mi casa y veía como delante de mí se levantaba una polvareda monumental. Una horda, una manada de animales se acercaban, nada parecía detenerlos. Me quede dura, no avance, no corrí, no hice nada. Firme me quede esperando la embestida. La nutria alfa, la más grande de todas, con unos dientes y garras respetables se me acerco. Freno el paso, jadeando, sudando. El grupo que la acompañaba detuvo la marcha, quedo relegado, expectante. La nutria se inclinó ante mis pies, agacho su cabeza, extendió sus patas y quedo a mi merced. Atine a tocarla, tímidamente coloque mi mano sobre su pelaje. Le rasque el hocico. Y ahí nomás me desperté.
¿Siempre el mismo sueño?
No siempre, pero lo estoy teniendo bastante seguido.
— ¿Así que una nutria gigante se inclina delante tuyo después de romper toda la ciudad?
—Eso mismo, como si yo fuese un ser superior, no sé, como su amo.
—Vos sos una reina, vení, dame un beso.
—No salí, me estas cargando.
—Te juro que no, a mí también me paso de haber soñado cosas sin sentido. Acercate, dale, dame un beso.
—Basta, no quiero.
En su negativa siempre hay un dejo de aprobación. La beso, la embisto. Ella me recibe sin poner ninguna resistencia. Se deja, se entrega. Beso sus labios, enredo mis dedos en su pelo, ato mis manos a su cuello. Nuevamente los pétalos brotando de su boca. Muerdo su pera, despacio, suave, de la misma manera que baja mi lengua por su cuello tratando de absorber el primer sudor producto de la excitación. Nos dejamos caer arriba de la cama. Balbucea, le respondo, balbuceo, un nuevo idioma nos abduce. Nuestras extremidades se transforman en antenas. Nos abrazamos y enroscamos entre sabanas que huelen a carne cruda. Somos nutrias, somos caballo y jinete en plena doma, de horizontal a vertical. Rendidos mirando el cielorraso no quedamos un rato, pocos minutos, hasta que la realidad revela nuestra desnudes y deja al descubierto la vergüenza. 

domingo, 5 de mayo de 2013

k. Matar al mimo


No supe su nombre hasta recién el segundo encuentro en la plaza. Al principio nos veíamos de a ratos, durante mi hora de almuerzo. Yo hacía dos meses que me había ido de la casa de mis papas. Todavía nadie había visitado el monoambiente. Pasaban las semanas y con ellas nuestra incapacidad para poner un freno ante el avance de los deseos. Entraron para quedarse, como los miedos. Sandra aún conserva la frescura de la niñez intacta en un cuerpo frágil e ingenuo. A pesar de su corta edad, ya había visitado los recintos de la humillación. Hija mayor de una familia entrerriana de junqueros. Tradición secular de extraer juncos del rio, cortarlos, secarlos y venderlos. Tuvo que venirse a buenos aires para cuidar de su abuela Carmen que padece mal de Alzheimer. Viven en congreso, frente a la plaza. Abuela y nieta duermen y sueñan con volver a la costa del rio. Extrañan su santo. Cuando la memoria visita a Carmen se ponen a mirar fotos blanco y negro sobre el sillón. Son dos almas huérfanas sueltas en la ciudad.  Mamushkas. Toman mate con bizcochos, se ríen, miran juntas la novela. Ojos celestes, manos arrugadas, gastadas y frías. Abuela y nieta. Una desea que su vida sea eterna, la otra anhela que suya sea diferente. A los dos las une el rio que ya no oyen, el cielo que ya no ven. No hay destino cierto en Sandra, le teme al futuro ¿Qué hará cuando su abuela ya no esté más? ¿Que la atara a la ciudad? Carmen le pide perdón todas las noches antes de dormirse por  su enfermedad, Sandra la abraza  como se abraza a los recuerdos para que se queden. La abraza y le lee versos de Juanele:

Fui al río, y lo sentía
Cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
Que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
Cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
Sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
Con sus primeras sílabas alargadas,
Pero no podía.

Duerme Carmen, llora Sandra. ¿Cuántas almas huérfanas pueden habitar en un cuerpo?

miércoles, 1 de mayo de 2013

j. Matar al mimo


Cuando descubrí que tenía los bolsillos llenos de pasado, en ese momento apareció Sandra. Para ese entonces acumulaba más derrotas amorosas que victorias. No pensaba que iba a ser parte de su futuro, que íbamos a compartir juntos los días como lo seguimos haciendo. Hay una fibra invisible que nos une, un lazo imperceptible para el afuera que nos mantiene vivos. La primera vez que la vi, ella andaba gastando la suela de sus zapatos en la plaza que queda a cinco cuadras de mi trabajo. Caminaba a paso lento, con una dulzura inusitada pisaba las baldosas del parque. Su mirada se perdía en las ramas que se fusionan con las nubes y el cielo, yo me quedaba tildado observando su mirar. La ropa holgada que vestía me invitaba a imaginar su cuerpo. Pequeños pechos moviéndose al compás de su andar. Uvas carnosas. La suavidad de la manzana hecha carne, blanca y fina su piel. Jugo de naranja su boca. Siempre el mismo vestido azul, juntos al pañuelo cubriendo el cuello y el mismo espectador sentado sobre el pasto. Llevaba colgando un morral verde donde colocaba las plumas que juntaba del suelo. Un atardecer, con una excusa absurda, me fui antes del trabajo. Corrí hasta la plaza para poder verla. Antes de llegar iba tomando coraje, me convencía de que la miraría a los ojos y sin más, le daría un beso que la haría temblar. Tembló mi boca cuando le quise hablar. Hablo Sandra por mí. Mi voz fue silencio frente a ella. Ella rio. Reí. Reímos juntos. Juntamos las plumas que aún quedaban. Quedamos tendidos en el pasto de la plaza entre uvas, manzanas y plumas.

domingo, 28 de abril de 2013

i. Matar al mimo


Sentados en la terraza con los pies colgando nos miramos. La lluvia que cayó hace unas horas despejó el cielo dando paso a la luna que está colgada en el centro, arriba nuestro.
¿Alguna vez pensaste que pasaría si te morís?
Nunca pensé en morirme.
Imaginatelo un segundo
Nada, todo andaría igual, hasta vos seguirías haciendo las mismas cosas de siempre. Todos somos prescindibles por suerte.
Te equivocas, nada sería igual. A veces lo imagino y me pongo a llorar.
¿Me imaginas muerto? Qué lindo, gracias.
Que tonto, bueno no sé si muerto, más que nada la sensación de que no estés más y me angustio, me da miedo.
—Nunca lo pensé.
—También me asustan las promesas, no entiendo para que existen.
—Supongo que para cumplirlas.
—Lo que no llego a comprender es porque las hacemos.
— ¿Por miedo?
Me gusta que  estemos acá.
¿Viste el cielo?
 Se despejo todo, está iluminado, ¿y si ponemos pausa?
No es mala idea, me gusta.
A mi mucho. Dame la mano. No me sueltes, ¿me lo prometes?
Son pétalos los que mordemos cada vez que nos besamos. Somos un mismo rio, la draga que busca en la profundidad. Pétalos rosas, blancos, amarillos florecen entre sus labios. Cuatro ojos fundidos en la unidad del beso. Sandra me pide que no la suelte. Yo sigo sin creer en las promesas.

jueves, 25 de abril de 2013

8. Matar al mimo


La primera revelación, la inútil explicación: la muerte. La carne blanca y fría, la boca cerrada al igual que sus ojos. Las manos sobre la panza como quien sufre un fuerte dolor abdominal. La ropa aun puesta. El sol que se filtra por debajo de la puerta, rebotando en la camilla metalizada donde descansa el cuerpo sin ánima. Nada queda, hasta la vida vence. Las anécdotas sobre promotoras decía que me las guardaba para cuando yo creciera. Nunca llego a contármelas. Mi tío Octavio murió de un paro cardiaco 20 minutos antes de que finalice la carrera que se disputaba en comodoro Rivadavia. Su piloto preferido fue al velorio y desplego sobre el ataúd la bandera de Ford. Un mar amarillo formaba la caravana de taxis con las luces bajas que acompañaban el féretro hasta el cementerio, ese día no habría trasnoche en la estación de servicio. Todos alrededor de la fosa donde los gusanos esperaban hambrientos comenzar su trabajo. Reciclar. Despacio bajan el cajón, evitando que se golpee como si todavía existiese la posibilidad de que el cuerpo sienta dolor. Toca el suelo, suben las sogas. Los llantos y gritos aparecen en el mismo momento que la tierra es arrojada. Pedazos grande, pequeños, nadie queda sin tirar, todos quieren taparlo. Esto es más o menos lo que me conto mi mama. Nunca vi su cuerpo, nunca estuve en el velorio, nunca fui al entierro, nunca visite su tumba.

martes, 23 de abril de 2013

7. Matar al mimo


La cara B era mi tío Octavio, el hermano de mi papa. Fue él quien me enseño algunas de las cosas que nunca se olvidan: Atarme los cordones, andar en bicicleta, tomar agua de la manguera y a hacer pis sin bajarme los pantalones. Teníamos una relación fluida. Era una fiesta cada vez que nos visitaba, me podía quedar despierto escuchándolo contar historias hasta dormirme sobre el mantel. Su voz se metía en mis sueños de sobremesa. Tenía dos trabajos que estaban ligados de alguna u otra manera. De viernes a domingos era banderillero de turismo Carretera. Trabajo del que adquirió dos cosas: primero una destreza y fuerza en su brazo izquierdo, que yo aprovechaba cuando me colgaba como un orangután drogado, y segundo, de tanto asado y juntada, un dominio para la oratoria que dejaba deslumbrado hasta al más incrédulo de los mortales. Mantenía en vilo a cualquiera con historia de autos, accidentes y viajes por el país. Su otra ocupación era la de ser taxista, de martes a jueves. Quería seguir cerca de los motores, mecánicos,  parrillas al paso y semáforos. Los lunes se los reservaba para sacarme a pasear. Con el permiso de mi papa, me llevaba en el taxi a recorrer la ciudad. Me dejaba viajar en el asiento de adelante. Los taxis siempre tienen impecable la butaca del acompañante. Contento estaba mientras duraba el viaje, me mostraba las avenidas, los recovecos, los atajos, las vivezas y terminábamos en su estación de servicio preferida. Después de saludar al encargado, de piropear y sonreírle a la chica que atendía el minimercado, de esquivar estanterías con aceites y lubricantes, me compraba una coca y un paquete de merengadas. Sonrisas, toda la tarde sonrisas. Sigo pensando que mi mama estaba enamorada de él, o era mi deseo de que fuese él mi papa, y no su hermano. De souvenir me llevaba un pedacito de estopa de la estación sin que nadie se diera cuenta. Lo guardaba en el bolsillo para luego dejarlo debajo de la almohada. Pensaba que así, mi tío Octavio, aparecería en los sueños.

jueves, 18 de abril de 2013

6. Matar al mimo


Había un espejo grande en el pasillo del departamento. Delante de él pasaba todas las mañanas para ir al colegio. También desfilaban los soliloquios de mi papa ante una mala nota, ante mis zapatillas desperdigadas por  todos los rincones de la casa, la puerta abierta de la heladera, las contestaciones a mi mama, mis pies descalzos, el encendido del televisor, el rellenado de la jarra de jugo, el lavado de la taza de café, el orden de la habitación, la ropa sucia, mi andar desalineado, las noches de desvelo, su pedido de que me duerma y su reclamo para que estudie. Directivas. Rígido. Disco. Se tornaba una tarea humanitaria escucharlo repetir todo más de una vez. No se cansaba del mismo relato. Estaba chipeado para mantener un discurso monótono por varios minutos seguidos. Maldijo cuando dejo ser obligatorio el servicio militar. Nunca paro de vociferar lo bien que me hubiese hecho hacerlo. Yo le retrucaba que no le vendría nada mal,  empezar por estar más en casa. Oportunamente aparecía mi mama para poner un freno a la discusión y mandarme a mi cuarto, con el grito enfermizo de fondo mi papa despotricando contra toda mi humanidad, mis caprichos y ante mi supuesta pedantería. Antes de irse a dormir, sigiloso se paraba detrás de la puerta de mi habitación y desafiándome decía: “Marica. Que descanses”. Escondidos. Él atrás de la puerta, yo debajo de las sabanas. 10 años tenía para ese entonces. 

martes, 16 de abril de 2013

5. Matar al mimo


A los juguetes siempre debía ordenarlos en sus correspondientes cajas rotuladas y de diferentes colores. No salían de casa, no descubrieron el cielo. Nunca entró mi papa a la habitación. Del bingo al baño y a su dormitorio. No conocía mi hábitat, no le importaba el mundo que podía construir con dos muñecos y una soga. Siempre la televisión o su ausencia acaparaban la escena. Mientras tanto mi mama hacia lo imposible por no quedar mal en sus quehaceres domésticos. Innovaba con recetas modernas, probaba alguna recomendación culinaria que le había comentado una vecina. Arriba del mantel servía sus intentos y frustraciones. Siempre a la espera de una devolución que nunca llegaba. Cenas en silencio. La comida costaba tragarla, raspaba la garganta cada bocado. De ahí deriva mi manía por masticar decena de veces lo que como. Líquidos entran los alimentos que consumo. Nunca los vi besarse delante mío, nunca se refirió a mi mama de manera afectuosa, siempre se dirigía a ella por su nombre, un enfático y seco Emilia. Cambiaba un poco su actitud cuando había algún tipo de evento familiar. Ahí él se soltaba y dejaba que su brazo le rodeara la cintura a ella. Hasta recuerdo que más de una vez en esas reuniones, tenía el tic de acariciarme la cabeza, recorrer su geografía. Se lo notaba animado y no era pose. Algo que nunca supe que, activaba un mecanismo poca habitual en su accionar. Eran breves esos  momentos. Cortos. Con que poco nos conformábamos mi mama y yo. El roce de su mano sobre mi pelo, quería que durara horas esa caricia. Nunca entendió lo que me hacía falta. Soy la esquirla de la bomba del pasado. 

domingo, 14 de abril de 2013

4. Matar al mimo


Sus ratos libres los gastaba en el ejercicio de la lectura. No solo se alimentaba de telenovelas, sino que además consumía libros. Los devoraba.  Más de una vez la encontré sentada en el sillón con las piernas en cruz escribiendo en un cuaderno. Escribía rápido, con la mirada fija en la hoja cuadriculada. Apretaba fuerte la birome, como si tuviese miedo de que se escapara y perdiera lo que debía escribir. Pasaba las carillas, no frenaba. No era mi mama la que estaba en el sillón. Nunca pude leer lo que escondía en esas hojas. Se encargaba de guardar la libreta en profundos estantes, junto a tantos secretos que deben reposar olvidados en los finales de los muebles. Tampoco notó que la observe, jamás se lo dije, no quería quitarle el único momento de intimidad que tenía. Me gustaba verla en esa situación: ella, su cuaderno y el sillón. Me hubiese gustado eternizar ese momento, hacerlo pintura. Ella se perdía, escribía y se volvía a perder de nuevo. No levantaba la mirada, la fundía con las líneas del papel. La tinta se deslizaba formando frase que ella disfrutaba con una sutil sonrisa. Era tantas y una sola a la vez. Virgen de sal. Los fines de semana con mi papa en el departamento el accionar de ella cambiaba drásticamente. Nada de sillón, menos de sonrisas. Ella trocaba su cuaderno por la revista de sopa de letras. Armaba las palabras que su boca no se animaba a vomitar. 4 letras, vertical.

martes, 9 de abril de 2013

3. Matar al mimo

La discreción siempre fue una característica en la familia. Pocos sabían lo que realmente sucedía dentro de casa. ¿Cómo hacían para que nuestras paredes fuesen muros infranqueables? Lo posibilidad de un dialogo entre los tres hoy es imposible. Mi papa murió hace menos de un año en un accidente de tránsito. Nunca me dejaron ver su cuerpo desfigurado por las chapas y vidrios del auto. Pero lo imagino. Según mi mama era una manera de protegerme. ¿De qué? Pobre, cada vez le cuesta más comunicarse conmigo, y no se lo reprocho, la comprendo en algún punto. Quiero intentar seguir escribiendo sobre mi infancia. Agoto los recursos para poder hacer memoria. Traer al presente los recuerdos de mi niñez. Sobran imágenes, pero cuesta unirlas, ponerles movimiento. La dinámica familiar no era muy distinta a la de cualquier familia media de la ciudad. Mi papa trabajaba, mi mama ama de casa y yo nada. O mejor dicho, lo que hace un chico durante sus primeros años de vida: dormir, comer, llorar y jugar. Básicamente esa era mi actividad diaria. El partía y ella se ocupaba de mí, él llegaba y ella lo atendía. Su siervo. Mientras ella comenzaba la ceremonia marital, yo me perdía en las decenas de fotos que había en un mesa ratona del comedor. Todas con portarretrato metalizado, de diferentes tamaños y textura. Por cuestiones de óptica, a las fotografías que ayer miraba como se mira un pasacalle, hoy les quito el polvo de encima. Develo los rostros. Lacrimosas imágenes que alimentan el silencio, la impotencia.

domingo, 7 de abril de 2013

2. Matar al mimo


Hijo de Miguel Antonio Doproy y Emilia Blas, nací el 14 de mayo de 1989, el mismo día que Carlos Saúl Menem gano las elecciones presidenciales. Soy un hijo más de la convertibilidad. Como ecos siguen resonando los reproches por haber nacido el mismo día del sufragio “justo viniste a nacer el día en que hay que votar, mira si serás inoportuno”. Lo que más le molesto a mi papa no fue el hecho de no poder ir a la escuela del barrio, encontrarse en el padrón, hacer la fila interminable, buscar la boleta dentro del cuarto oscuro y depositarla en la urna, sino no poder decir orgulloso frente a su grupo de amigos que él también lo había votado. Hijo único de una familia de clase media. Mi mama siempre me contaba la misma historia, de lo complicado que fue el embarazo, lo mal que la paso durante mi gestación y de lo sola que estuvo. Los recuerdos que tengo de mi infancia se van esfumando con el correr de los años, pareciera que no fueron tan intensos o que algo en mi intentara borrarlos. Todo se vuelve evanescente. Para ese entonces vivíamos en el barrio de Palermo, en un departamento de 3 ambientes con vista a la Av. Santa fe. Mi habitación era bastante ruidosa y amplia. Debido a la obsesión enfermiza de mi madre por la combinación de colores, la alfombra tenía la misma tonalidad que las sabanas y las cortinas. Las paredes estaban empapeladas con discretos diseños de dibujos. A medida que fui creciendo me ocupe de ir cubriéndolos con diferentes manifestaciones de arte rupestre realizadas con crayón. Y así fui tapando. La fina tarea de avanzar sin analizar. Tapar, una constante del que no mira atrás.

jueves, 4 de abril de 2013

1. Matar al mimo


Lunes 6 de Agosto de 2012
Este mediodía desde el Hospital N° 50 José de San Martin de la localidad de Arroyo Seco dieron a conocer el resultado de la autopsia realizada a la víctima fatal del accidente de tránsito ocurrido sobre la Ruta Nacional N° 9 camino a Rosario.
Según lo informado desde la comisaria N° 27 en referencia al resultado de la autopsia realizada a la víctima fatal del accidente de tránsito ocurrido en horas de la mañana, el señor MIGUEL DOPROY falleció debido a “MUERTE POR ARROLAMIENTO, TRAUMATISMO ENCEFALICO GRAVE. PARO CARDIORESPIRATORIO POR CONSECUENCIA DE POLITRAUMATISMO GRAVE”. Recordemos que la víctima había protagonizado a horas 09.00 aproximadamente un accidente junto a un tractor con acoplado en el que viajaban 6 peones rurales cuyo conductor se desplazaba por la Ruta Nacional N° 9 a unos 7 kilómetros de la localidad de Arroyo Seco. Por causas que se tratan de establecer fue colisionado desde atrás por el señor Miguel Doproy, conductor de una camioneta marca Ford.
Producto del violento impacto los ocupantes del acoplado salieron despedidos, quedando dispersos sobre la cinta asfáltica, aún continúan internados afectados con lesiones varias en el Hospital local.

Aún conservo el recorte del diario La Posta de Arroyo Seco donde figura el accidente de tránsito que tuvo mi papa. No sé por qué lo guardo todavía, quizás es una manera de asegurarme su desaparición. Una autopsia, varios heridos y una sola muerte, o dos, la de mi papa y la de mi mama en vida. Todo cambio desde ese momento, yo en primera instancia. Guardo el recorte dentro de una carpeta junto a recuerdos de mi infancia, se pierde entre dibujos, figuritas del mundial Francia  98´ y cartas de mis primeras novias. Ahí descansa él, su ruta 9, su muerte y mi alivio. 

domingo, 24 de marzo de 2013

h. Matar al mimo


Donde el rio alcanza al mar, donde todo se mezcla y se confunde, donde los colores empiezan a fusionarse y la fauna abisal cruzan la frontera, ahí mismo me encuentro. Abombado y aturdido por la profundidad en la que estoy, mi cuerpo flota entre el suelo y la superficie. Levita. La distancia que tengo para sacar la cabeza fuera del agua es la misma que hay hasta tocar el suelo barroso. Entre la turbidez llego a ver algún que otro animal, peces de diferentes tamaños, texturas e intenciones. Mi indecisión sobre si salir o quedarme sumergido hace que estos se me acerquen. Tímidos posan su boca sobre mis carnes podridas. Van de a poco, con la minuciosidad de antiguos relojeros, devorándome, y a su vez lo hacen entre ellos. Comen y son comidos. Hambrientos exhiben sus mandíbulas, decenas de agujas entran y salen. Por momentos lo disfruto, una leve excitación recorre por mi espalda erizándome los pelos bajo el agua. Caen anclas cerca mío alejando el cardumen carnívoro. Al enterrarse ciento de recuerdos comenzaron a flotar: el primer beso que me dio, la primera vez que me toco y la única vez que llore, entre otros. Caigo al fondo con lo que resta de mí cuerpo, vomitando aire que se pierde en las alturas iluminada por un sol que no veo. No llega a ser una cueva lo que distingo, sino más bien un refugio. Me acerco, despacio, como suceden las cosas en el fondo del agua. Una vez más mis muertos, sentados en ronda, uno al lado del otro. Esta vez no pronunciaron ni una sola palabra, solo me miraron y temblaron de terror, como solía hacer yo ante cada embestida.

jueves, 21 de marzo de 2013

g. Matar al mimo


El silencio de la casa y su oscuridad generan en mí una incomodidad repentina que aplaco con el volumen alto de la televisión y el encendido de mi pobre stock de luces. Nada en la heladera para cenar. Al café le estoy comenzando a endosar más virtudes alimenticias que a la soja. Tampoco nada para hacer. Hay un dejo por retomar aquel libro de tapa roja que esta entre tantos papeles huérfanos en la repisa. Mejor otro día, hoy cuesta concentrarme. Prendo la computadora en busca de poner un poco el cerebro en remojo. Siempre las mismas páginas, canciones, los reiterados laberintos para dar con ese video buscado, las repetidas conversaciones y los esperanzadores refresh. Infinitas horas tildado frente al monitor. Debajo de la ducha limpio mi cuerpo y dejo que la lluvia caiga sobre la nuca. Me quedo en esa posición varios minutos. Repito la misma escena pero ahora la que recibe esa catarata artificial es mi cara. Retumba adentro. Mi cuerpo de cinc llegada la noche se torna permeable. Apago todo lo prendido en el monoambiente. Otra vez el silencio y la oscuridad. Ya no hay televisor ni luz que encender, la incomodidad se agranda a medida que pasan los minutos. Arrojo miradas para cada rincón del departamento, nada queda sin ser observado. Me cubro la cabeza con el acolchado y cierro los ojos.  Nado en el líquido amniótico dentro de la panza de mi mama, buceo entre las sabanas y almohadas, me zambullo, respiro y vuelvo a nadar atado. Desearía volver.  Nadie duerme en la ciudad. 

lunes, 18 de marzo de 2013

f. Matar al mimo


Volver a casa después del trabajo no siempre suele ser placentero. Formo parte del malón que es bebido por las bocas del subte. Como una bocanada, somos abducidos por el bólido metálico con destino incierto. Una vez dentro se brinda la lucha cuerpo a cuerpo, ni si quiera por el asiento, sino por la mera fortuna de entrar. Nada termina ahí, sino que es la antesala de lo que viene. Manadas que bajan y entran en cada estación, la puja entre los que salen y los que anhelan ingresar. Reflexiono sobre la dicotomía que suele presentarse en el barrio chino. Barrio que de por si me genera un rechazo inusitado. No hablo desde una xenofobia oculta, reprimida, sino por el plus, lo in, lo cool, el town que la gente le endosa. Chinos dueños de negocios donde trabajan peruanos que deben sonreír, ante la pedantería argentina. Barrio donde uno tiene que esquivar desde un escupitajo nipón, un vomito inca, hasta la caca pocket de los perros de edificio. Todo en una misma cuadra, o peor aún, en una misma baldosa. Bajo los techos de luz de tubo blanca, ocultándose de los últimos rayos y del agua de la luna, se asoman los cartones y colchones flacos que forman parte del paisaje mundano. Ahí están ellos. Más de una vez en las noches que me habitan los fantasmas, he descargado mi frustración contra sus cuerpos de hueso y trapo, fueron varias las veces que los golpee, los bese y dormí con ellos. Y así como soy parte del malón que regresa a su hogar, también pertenezco a la horda maloliente que copa las veredas. Siempre obedecen a quien les da de comer. No existe en ellos el rencor, después de una golpiza, los puedo abrazar con la misma intensidad. Aunque repetidas veces los escuche reírse a mis espaldas, burlarse de mi destino. 

jueves, 14 de marzo de 2013

e. Matar al mimo


La oferta es abundante, no así el buen gusto. Puedo sentarme frente a un grupo de abogados con la panza llena de expedientes, compartir la mesa con yupis de outlet que cuidan más al celular que a su madre, comer algo con secretarias que huelen a perfume de oferta,  juntar los codos en la barra con albañiles o almorzar en la vereda como el coctel étnico que mira asombrado las luces y los vidrios espejados. Nada de eso. Me acomodo bajo el sol que cubre el pasto de la plaza. Una vez acostado cierro los ojos, dejo por un momento los miedos que te impone la ciudad. Pienso, aunque no lo quiera hacer. Los resultados últimamente no son favorables. Lejos estoy del sueño que tenia de chico, de las proyecciones de adolescente y de las certezas veinteañeras. Nada hay en mí de lo que quise ser. Un papel de color con forma de origami, levitando sobre el cemento, alcanzando el primer roció del invierno para bañarse sin que nadie me vea. La nota que entra por el oído y avanza hasta clavarse como lanza en el pecho, rebotando infinitamente haciendo flotar el cuerpo. La risa que se forma en tu boca al verme llegar. Nunca tan lejos como ahora. Pienso en singular. Las amistades las perdí hace unos años atrás cuando el egoísmo empezó a dar sus primeros pasos. La soberbia también hizo lo suyo. El olor a marihuana que viene del picnic improvisado de oficinistas a metros mío me despierta. Como última imagen me quedo observando una joven pareja dándole a la bolsa. Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo y vuelo a trabajar.

martes, 12 de marzo de 2013

d. Matar al mimo


Dentro del ascensor, frente al espejo me quito las gotas de sudor de la cara y el cuello. Intento bajar las palpitaciones, respirar profundo, lento, para que no sospechen lo sucedido, que no haya signos de mi corrida. Un mismo saludo para todos los compañeros de trabajo. Mi presencia pasa inadvertida. Oraciones unimembres brotan de mi boca. Cada mañana el mismo deseo de abandonar este empleo, buscar algo mejor, algo que tenga que ver conmigo. En ese punto se detiene el deseo, se traba, no encuentra el rumbo y sigo con la rutina laboral. Cantidad de papeles que son pasados a la computadora para que vuelvan a ser papeles un tiempo después, siempre el mismo ciclo. Soy el más joven del lugar, observado por mis colegas que anhelan tener mi edad para levantarse y abandonar estas malditas sillas. Pero ya son años revolviendo la misma taza de café, completando el claringrilla a escondidas, cerrando el paquete de galletitas para que no le entre humedad. Llevan décadas de aguinaldo, vacaciones, de abonos de tren, pomada de zapatos y nudos de corbata. Anclas. La aguja estaciona en el mismo número cada mediodía. Algunos almuerzan adentro, yo prefiero hacerlo afuera, mentirme por un rato que esa no es mi vida.

domingo, 10 de marzo de 2013

c. Matar al mimo


El olor a tortilla cocinándose al carbón se mezcla con los frenos gastados del tren. Cada viaje es una muestra de que la asepsia no existe entre las personas. Ni el respeto, ni el espacio para que este exista. La estación terminal se caracteriza por la cantidad de gente que hay tanto parada como acostada comiendo, durmiendo y pidiendo. Una vez fuera del vagón inicio el recorrido habitual a pie hasta el trabajo. Pero esta mañana algo no anda bien, nada transcurre como todos los días. De a poco comienzo a oír unos sutiles silbidos, algún que otro grito. Como gotas de una canilla mal cerrada, caen sobre mi cabeza minúsculos escupitajos, intimidatorios diría. Un golpe en la espalda interrumpe mi pensamiento. Intento emular a los caballos de turf: avanzo sin importar lo que suceda detrás, pero se torna imposible, algunos manotazos se vuelven cada vez más bruscos. Sujeto con fuerza mis pertenencias con la intención de que se hagan carne en mí. Me detengo. Giro. Cuatro son ellos. Exigen. La gente alrededor pasa como posesa repitiendo la misma coreografía una y otra vez. No intervienen en la escena. Ante el primer intento de arrebato, comienzo a correr. Rápido, para adelante voy corriendo con mi mochila colocada como chaleco antibalas, la abrazo como la embarazada abraza su panza las noches de arrepentimiento. Por momentos cierros los ojos y sigo corriendo, siento que con ellos cerrados voy más rápido. Zancadas largas esquivando personas, carros, automóviles, cantidad de obstáculos se interponen entre mis fantasmas y la meta. Huyo, como lo hago todos los días. Como lo hago desde que recuerdo, huyo y escapo. Esta vez del grupo de cuatro, las otras tantas aun sigo sin encontrar el porqué.

jueves, 7 de marzo de 2013

b. Matar al mimo


A cinco cuadras de la estación de tren queda mi casa. Monoambiente, luminoso, monoambiente. Conmigo viven las facturas de los servicios que se empecinan en que las levante del suelo, junto a la ropa sucia y el polvillo que entra por la ventana. A pesar de que la luz sea lo que más abunda, no suele ser un ambiente fresco, saludable. Cinco cuadras. Siempre las mismas veredas, las mismas persianas bajas y altas. Mientras esperaba que el semáforo me dé luz verde para avanzar, se cruzó delante de mí una mujer. Una chica. A medida que pasa el tiempo presto atención a detalles que antes los pasaba por alto. 7.15 am los jumpers copan la parada y se adueñan de las miradas. Comencé a imaginarla en mi monoambiente, en mi camacocinaliving. Como esos lentes diminutos quedarían sobre mi mesa, como caería sobre el parqué la carpeta número 5, como desataría los cordones de zapatos ya gastados, como quitaría el mismo uniforme usado el año anterior, como la vincha quedaría durmiendo entre mi almohada y ella, como su cuerpo frágil se taparía pudoroso con las sabanas, como las medias quedarían a media asta, como sus dedos avanzarían hasta el encuentro con los míos, como sus muslos temblarían ante el recorrido de mi lengua por su cuello, como los gemidos se multiplicarían en el recinto, como su pelo se despeinaría, como sus ojos mirarían asombrado mi sexo, como su boca confesaría la travesura a las compañeras de grado y como perdí el tren delante de mi nariz, el mismo tren de todos los días.

lunes, 4 de marzo de 2013

a. Matar al mimo


Un destello blanco sucedió dentro de mí acompañado de un sonido ahogado. Blanco y ahogado, así fue el destello. Por no creer en los cielos descarte la posibilidad de alguna artimaña de los astros. Le reste importancia hasta entrada la noche. Cuando me acosté nuevamente el destello blanco y ahogado comenzo dentro de mi cabeza. Como una bomba que explotaba en el centro del cráneo, cubriendo todo el cerebro de un humo gris. El hongo nuclear se elevaba lentamente, como la espuma efervescente del champagne. Quede duro, se me tildaron las ideas, se congelaros mis ojos. Todo enmudeció alrededor. El humo bajo junto al ruido ensordecedor. El sol en el medio del cielo iluminaba mi desnudes que reposaba sobre unas ramas secas que propiciaban de cama. Nadie más estaba ahí, solo se veía la selva a metros de mis pies callosos. Arrastrando el cuerpo mitad despierto y mitad dormido, decidí entrar y perderme dentro de la soberbia flora. Después de varios minutos de caminata me topé con un viejo árbol, un ombú. De él colgaban cabeza para abajo, todos mis muertos. Me acerqué y llore delante de cada uno de ellos. Los escupí, los golpeé y los termine besando. Después de varios  minutos en silencio, mientras la luna comenzaba su ritual, todos juntos, al unísono, gritaron: ¡matar al mimo!