El olor a tortilla cocinándose al
carbón se mezcla con los frenos gastados del tren. Cada viaje es una muestra de
que la asepsia no existe entre las personas. Ni el respeto, ni el espacio para
que este exista. La estación terminal se caracteriza por la cantidad de gente
que hay tanto parada como acostada comiendo, durmiendo y pidiendo. Una vez fuera del vagón inicio el recorrido habitual a pie hasta el trabajo. Pero esta
mañana algo no anda bien, nada transcurre como todos los días. De a poco
comienzo a oír unos sutiles silbidos, algún que otro grito. Como gotas de una
canilla mal cerrada, caen sobre mi cabeza minúsculos escupitajos,
intimidatorios diría. Un golpe en la espalda interrumpe mi pensamiento. Intento
emular a los caballos de turf: avanzo sin importar lo que suceda detrás, pero
se torna imposible, algunos manotazos se vuelven cada vez más bruscos. Sujeto con
fuerza mis pertenencias con la intención de que se hagan carne en mí. Me detengo.
Giro. Cuatro son ellos. Exigen. La gente alrededor pasa como posesa repitiendo
la misma coreografía una y otra vez. No intervienen en la escena. Ante el
primer intento de arrebato, comienzo a correr. Rápido, para adelante voy
corriendo con mi mochila colocada como chaleco antibalas, la abrazo como la
embarazada abraza su panza las noches de arrepentimiento. Por momentos cierros
los ojos y sigo corriendo, siento que con ellos cerrados voy más rápido. Zancadas
largas esquivando personas, carros, automóviles, cantidad de obstáculos se interponen
entre mis fantasmas y la meta. Huyo, como lo hago todos los días. Como lo hago
desde que recuerdo, huyo y escapo. Esta vez del grupo de cuatro, las otras
tantas aun sigo sin encontrar el porqué.
No hay comentarios:
Publicar un comentario