Donde el rio alcanza al mar,
donde todo se mezcla y se confunde, donde los colores empiezan a fusionarse y
la fauna abisal cruzan la frontera, ahí mismo me encuentro. Abombado y aturdido
por la profundidad en la que estoy, mi cuerpo flota entre el suelo y la
superficie. Levita. La distancia que tengo para sacar la cabeza fuera del agua
es la misma que hay hasta tocar el suelo barroso. Entre la turbidez llego a ver
algún que otro animal, peces de diferentes tamaños, texturas e intenciones. Mi indecisión
sobre si salir o quedarme sumergido hace que estos se me acerquen. Tímidos posan
su boca sobre mis carnes podridas. Van de a poco, con la minuciosidad de
antiguos relojeros, devorándome, y a su vez lo hacen entre ellos. Comen y son
comidos. Hambrientos exhiben sus mandíbulas, decenas de agujas entran y salen. Por
momentos lo disfruto, una leve excitación recorre por mi espalda erizándome los
pelos bajo el agua. Caen anclas cerca mío alejando el cardumen carnívoro. Al enterrarse
ciento de recuerdos comenzaron a flotar: el primer beso que me dio, la primera
vez que me toco y la única vez que llore, entre otros. Caigo al fondo con lo
que resta de mí cuerpo, vomitando aire que se pierde en las alturas iluminada
por un sol que no veo. No llega a ser una cueva lo que distingo, sino más bien
un refugio. Me acerco, despacio, como suceden las cosas en el fondo del agua. Una
vez más mis muertos, sentados en ronda, uno al lado del otro. Esta vez no
pronunciaron ni una sola palabra, solo me miraron y temblaron de terror, como solía
hacer yo ante cada embestida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario