Había un espejo grande en el
pasillo del departamento. Delante de él pasaba todas las mañanas para ir al
colegio. También desfilaban los soliloquios de mi papa ante una mala nota, ante
mis zapatillas desperdigadas por todos
los rincones de la casa, la puerta abierta de la heladera, las contestaciones a
mi mama, mis pies descalzos, el encendido del televisor, el rellenado de la
jarra de jugo, el lavado de la taza de café, el orden de la habitación, la ropa
sucia, mi andar desalineado, las noches de desvelo, su pedido de que me duerma
y su reclamo para que estudie. Directivas. Rígido. Disco. Se tornaba una tarea
humanitaria escucharlo repetir todo más de una vez. No se cansaba del mismo
relato. Estaba chipeado para mantener un discurso monótono por varios minutos
seguidos. Maldijo cuando dejo ser obligatorio el servicio militar. Nunca paro de vociferar lo bien que me hubiese hecho hacerlo. Yo le retrucaba que no
le vendría nada mal, empezar por estar más en casa. Oportunamente aparecía mi
mama para poner un freno a la discusión y mandarme a mi cuarto, con el grito
enfermizo de fondo mi papa despotricando contra toda mi humanidad, mis
caprichos y ante mi supuesta pedantería. Antes de irse a dormir, sigiloso se
paraba detrás de la puerta de mi habitación y desafiándome decía: “Marica. Que
descanses”. Escondidos. Él atrás de la puerta, yo debajo de las sabanas. 10 años
tenía para ese entonces.
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