La primera revelación, la inútil explicación:
la muerte. La carne blanca y fría, la boca cerrada al igual que sus ojos. Las manos
sobre la panza como quien sufre un fuerte dolor abdominal. La ropa aun puesta. El
sol que se filtra por debajo de la puerta, rebotando en la camilla metalizada
donde descansa el cuerpo sin ánima. Nada queda, hasta la vida vence. Las anécdotas
sobre promotoras decía que me las guardaba para cuando yo creciera. Nunca llego
a contármelas. Mi tío Octavio murió de un paro cardiaco 20 minutos antes de que
finalice la carrera que se disputaba en comodoro Rivadavia. Su piloto preferido
fue al velorio y desplego sobre el ataúd la bandera de Ford. Un mar amarillo formaba
la caravana de taxis con las luces bajas que acompañaban el féretro hasta el
cementerio, ese día no habría trasnoche en la estación de servicio. Todos alrededor
de la fosa donde los gusanos esperaban hambrientos comenzar su trabajo. Reciclar.
Despacio bajan el cajón, evitando que se golpee como si todavía existiese la
posibilidad de que el cuerpo sienta dolor. Toca el suelo, suben las sogas. Los llantos
y gritos aparecen en el mismo momento que la tierra es arrojada. Pedazos grande,
pequeños, nadie queda sin tirar, todos quieren taparlo. Esto es más o menos lo
que me conto mi mama. Nunca vi su cuerpo, nunca estuve en el velorio, nunca fui
al entierro, nunca visite su tumba.
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